Los que maldicen el laicismo suelen ser los parásitos que viven de la superstición organizada (curas, pastores, imanes, rabinos, etc., a quienes les va el pan en ello) o bien gentes de poca sesera. Olvidan que esta ideología es fruto de los desmanes que los fanáticos cometieron en el siglo XVI, cuando Europa se convirtió en el campo de batalla de los que, por un lado, decían que Yeshu ben Pantera se convertía físicamente en galleta cuando así lo ordenaba el hechicero de turno, y, por otro, los que afirmaban que su presencia en la misma era sólo simbólica o, a lo sumo, espiritual. Para dilucidar esta y otras cuestiones igualmente enjundiosas (justificación por la fe o por las obras, naturaleza y cantidad de los sacramentos, función del sacerdocio, etc.), miles de personas se mataron alegremente unas a otras ante el regocijo de una clerecía que alentaba la violencia y arengaba a los combatientes, mientras que se mantenía prudentemente en la retaguardia, cuidándose mucho de exponerse al fuego que había alimentado.
Algunas mentes bien amuebladas se dieron cuenta de que la causa de todos esos males residía en la unión del Estado y la iglesia, y que sólo mediante la neutralidad ideológica de aquél, es decir, recluyendo a los dioses dentro del ámbito de la conciencia privada, podía la sociedad vivir en paz y alejada de la violencia sectaria. Este, junto con la confianza en la fuerza de la razón para resolver los problemas humanos, era el radical punto de partida de la Ilustración, que a su vez es el origen de la civilización europea occidental de hoy en día, por más que muchos quieran seguir viendo las raíces de la Europa actual en el cristianismo y así pretendieran imponerlo en la (todavía) nonnata Constitución Europea; presiones que también vinieron del Estado vaticano, aunque desde luego no forma parte de la Unión Europea.
Pero el nacimiento de la Ilustración es un tema largo que daría para varios artículos, y hoy quiero hablar de otra cosa que, aunque menos conocida, no deja de ser importante. Se trata de otro de los frutos de los conflictos religiosos europeos entre católicos y protestantes: la doctrina de la guerra justa.
Aunque no fue el primer filósofo en tratar este tema, Hugo Grocio (Huigh van Groot en su lengua neerlandesa) fue de hecho el que mejor y más completamente lo desarrolló en su obra De iure belli ac pacis, publicada en 1625. En ella expone qué condiciones debe reunir un conflicto bélico para que pueda ser considerado justo. Las más importantes son estas:
1. La guerra sólo debe emprenderse cuando se trata de corregir una injusticia.
2. Sólo se puede recurrir a la guerra como último recurso.
3. Debe existir una esperanza fundada de victoria.
4. La corrección de la injusticia debe compensar el daño que pueda causar la guerra.
5. No se puede matar deliberadamente a los no combatientes.
6. No se puede maltratar a los prisioneros de guerra.
A Grocio se le olvidó añadir que no están obligados al cumplimiento de estas condiciones quienes se comuniquen directamente con sus dioses, quienes sólo rinden cuentas ante ellos, o, más modestamente, quienes gocen del beneplácito de sus representantes.
Algunas mentes bien amuebladas se dieron cuenta de que la causa de todos esos males residía en la unión del Estado y la iglesia, y que sólo mediante la neutralidad ideológica de aquél, es decir, recluyendo a los dioses dentro del ámbito de la conciencia privada, podía la sociedad vivir en paz y alejada de la violencia sectaria. Este, junto con la confianza en la fuerza de la razón para resolver los problemas humanos, era el radical punto de partida de la Ilustración, que a su vez es el origen de la civilización europea occidental de hoy en día, por más que muchos quieran seguir viendo las raíces de la Europa actual en el cristianismo y así pretendieran imponerlo en la (todavía) nonnata Constitución Europea; presiones que también vinieron del Estado vaticano, aunque desde luego no forma parte de la Unión Europea.
Pero el nacimiento de la Ilustración es un tema largo que daría para varios artículos, y hoy quiero hablar de otra cosa que, aunque menos conocida, no deja de ser importante. Se trata de otro de los frutos de los conflictos religiosos europeos entre católicos y protestantes: la doctrina de la guerra justa.
Aunque no fue el primer filósofo en tratar este tema, Hugo Grocio (Huigh van Groot en su lengua neerlandesa) fue de hecho el que mejor y más completamente lo desarrolló en su obra De iure belli ac pacis, publicada en 1625. En ella expone qué condiciones debe reunir un conflicto bélico para que pueda ser considerado justo. Las más importantes son estas:
1. La guerra sólo debe emprenderse cuando se trata de corregir una injusticia.
2. Sólo se puede recurrir a la guerra como último recurso.
3. Debe existir una esperanza fundada de victoria.
4. La corrección de la injusticia debe compensar el daño que pueda causar la guerra.
5. No se puede matar deliberadamente a los no combatientes.
6. No se puede maltratar a los prisioneros de guerra.
A Grocio se le olvidó añadir que no están obligados al cumplimiento de estas condiciones quienes se comuniquen directamente con sus dioses, quienes sólo rinden cuentas ante ellos, o, más modestamente, quienes gocen del beneplácito de sus representantes.
¿Hay moraleja? Sí: el espíritu de la Ilustración, y más concretamente el laicismo, necesitan de una militancia más activa, más comprometida. De otro modo, los chalados que obtienen su fuerza en la estulticia de la superstición terminarán llevándonos al mismo estado de violencia generalizada y de desprecio a los derechos humanos que se vivía en la Europa del siglo XVI o que se sufre en el Irak de hoy. No es ninguna casualidad que el laicismo reciba, día sí y día también, ataques desde quienes ven en peligro sus privilegios y su negocio criminal. A otros nos corresponde la defensa de los valores ilustrados. Nos va demasiado en ello.
2 comentarios:
viene al pelo para difubdir el lacismo:
http://www.informativos.telecinco.es/vaticano/space/dn_27270.htm
Siéntate antes de leer esto:
http://www.edicionescatolicas.com/articulo3.asp?Id=860
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